Profanar al origen
«El aposento había sido maculado y la complejidad de la escena hacía imposible no dividir la vista; hacia arriba, pendiendo como un fruto maduro a punto de caer, colgaba el cuerpo de una mujer que apenas rebasaba los cincuenta años, su cuello estaba marcado con el sello de la desesperación y la ropa, desgarrada, exhibía la carne que las uñas propias arrancaron minutos antes; hacia abajo, en otro lado de la habitación, yacía hincado un hombre de gran estatura, joven y con un prisma puntiagudo en cada mano, su rostro lucía diferente, llevaba un abismo por máscara. Se había arrancado los ojos.»
Poco o nada han cambiado los crímenes desde hace dos mil quinientos años cuando en Grecia los hombres morían por decisión de un oráculo funesto. Las tragedias, como género dramático, se valían de la unión del horror con la piedad para provocar en el espectador una catarsis –purificación– y alejarlo del sendero del vicio; el derramamiento de sangre en escena era parte del atractivo y el exilio o muerte del protagonista la moraleja: ningún hombre es dichoso, pues no hay nadie que pueda llegar al final de sus días sin paladear el sabor de la amargura.
En el siglo quinto antes de Cristo vivió un observador sagaz de la condición humana, Sófocles, autor de cuantiosas tragedias, pero de las que únicamente nos quedan siete. Reformador del género dramático, es quien agregó el elemento de la escenografía y quien aumentó el número de actores que a un mismo tiempo declamaban en el ágora frente a un público sediento de dolor; el éxito de la tragedia está en el sufrimiento que al protagonista atormenta, la necesidad de ver padecer a un otro permite, como espejos encontrados, experimentar el hecho funesto sin mayores consecuencias que la pesadumbre temporal; desde entonces, nuestra especie ya husmeaba el delgado aroma de la desolación.
“Edipo rey” es quizá la tragedia más conocida de Sófocles, el argumento es sencillo, pero la trama, novedosa. Edipo es rey de Tebas, ciudad que es castigada por una plaga. Al consultar con el oráculo éste le responde que es necesario castigar al asesino de Layo, anterior rey de Tebas. Edipo inicia con las investigaciones descubriendo que el criminal es él mismo y que la mujer que tiene por esposa, Yocasta, es su madre. Yocasta termina con su vida colgándose en su habitación y Edipo se saca los ojos y se exilia al desierto. El motivo por el cual Edipo ignoraba que Layo era su padre y Yocasta su madre es que cuando niño fue abandonado y adoptado en otra ciudad.
El destino de Edipo había sido dictado por el oráculo al nacer, su vida se reduce al parricidio y al incesto; resulta irónico que cuando gozaba del don de la vista la verdad le era oculta y es hasta que se mutila los ojos cuando la luz de la tragedia ilumina su mundo. Siglos después, Sigmund Freud determinaría, con su complejo de Edipo, que cada ser humano lleva dentro un parricida y un deseo incestuoso de profanar al origen.
«Edipo, ciego y humillado, abandonó Tebas corroborando las palabras del oráculo de que cuando se diera con el criminal la ciudad retornaría a la prosperidad. Tan pronto como sus deformes pies se calzaron con la arena del desierto, su antiguo reino reverdeció y él recordó a la Esfinge cuyo enigma había resuelto mandando al abismo a la monstruosa bestia, abismo al que ahora él se dirigía repitiendo para sí, una y otra vez, las palabras del nefasto hado: τὸ πεπρωμένον φυγεῖν ἀδύνατον (es imposible escapar del destino).»
Miguel Ángel Martínez Barradas
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