Francia, una flor

Detalle de una fachada en la ciudad de Puebla; el resto de la casa posee un estilo afrancesado.


«La necedad, el error, la codicia, el pecado invaden nuestro espíritu y agotan nuestro cuerpo; y alimentamos todos nuestros remordimientos como alimentan los mendigos su miseria». El progreso ha llegado a Francia, a través de la ciencia se funda un nuevo imperio donde no cabe la religiosidad; el vacío que dios ha dejado en el hombre moderno ofrece más espacio para el vicio.

«Llega la noche, del criminal amiga; viene de puntillas cual un cómplice; el cielo se cierra lentamente como una gran alcoba y el hombre, ya impaciente, en fiera se transforma». La decadencia de nuestra especie es equiparable al inevitable crepúsculo vespertino; el ser humano ha optado por devorarse mutuamente al tiempo que multiplica su desgracia como aquel "encorvado obrero" que regresa a su insignificancia al término de su jornada, el dinero, gobernante del mundo, es movido por «los mórbidos demonios que despiertan torpemente igual que negociantes».

París es cómplice de Medio Oriente al haber recibido en su seno a "Satán Trismegisto", quien hechiza el espíritu del hombre con el vaivén del "metal opulento". ¿En qué momento el hijo de dios se hizo marioneta de lo más repugnante? El parisino desciende «un paso, cada día, al infierno, sin horror, a través de tinieblas que hieden».

Se vive para la satisfacción del yo sin ir más allá de los sentidos, la entrega al placer debe de ser egoísta, «hormigueando cual un millón de helmintos, hierve en nuestros cerebros un pueblo de Demonios y cuando respiramos, baja a nuestros pulmones, la Muerte, río invisible, entre sordos gemidos».

Francia se ha entregado a la ciencia, pero también a su propia muerte. El progreso del que hace gala no es más que un olvidarse de sus raíces, es un volver a comer del fruto prohibido, sólo que ahora sin un dios que condene al hombre, ni un padre que lo destierre de su nuevo paraíso, el vicio; «en el infame circo de todos nuestros vicios, hay uno más horrible, más vil y más inmundo. Aunque no manotea ni exhala grandes gritos es capaz de trocar la Tierra en un despojo y en sólo bostezo se tragaría el mundo. ¡Es el Tedio!»

Esta es la Francia del siglo XIX, la capital parisina en la que vivió el poeta Charles Baudelaire y para la que escribió sus "Flores del mal", poemas abismales, "flores enfermizas" cultivadas "con los sentimientos de la más profunda humanidad" para hablar del hombre corrompido, del hombre maligno que brota en el crepúsculo de la historia y se aniquila a sí mismo; «a través de mis restos caminad sin pesares y decidme si aún existe una tortura para un cuerpo sin alma, ¡un muerto entre los muertos!».

Baudelaire, el poeta del Tedio, del hastío de la vida, dedicó a Francia en el siglo XIX estas "Flores del mal", cuya semilla es la malignidad del hombre y sus raíces el corazón deseoso de sangre.


Miguel Ángel Martínez Barradas

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